Existen “mundos dentro de mundos”, lo decimos a menudo. En oriente lo expresaron magistralmente con la imagen del Yin y el Yang: la luz y la oscuridad, lo femenino y lo masculino, lo positivo y lo negativo. Uno compenetrado del otro, dos fuerzas opuestas que se transforman en su contrario y en cada una se halla presente el embrión de su opuesto. Así puede percibirse nuestra sociedad en estos tiempos: la vida y la muerte; ambas presentes a diario y jugando su rol. Estamos los que bregamos por una mejoría en la vida y los que nos asociamos con la muerte y la destrucción. Y está bien usado el plural, porque todos nos encontramos comprendidos, actuando de una u otra manera, constantemente.
Y los que nos llenamos la boca hablando de la vida, no dudamos cuando pedimos -sin que se nos mueva un pelo- por la muerte. En un segundo nos transformamos y convertimos en el opuesto. En el Yin del Yang. O en el Yang del Yin.
Y en estos mundos dentro de mundos en que nos convertimos, perdemos de vista lo principal. Nos olvidamos de la sacralidad de la vida. Olvidamos que el aire que respiramos es sagrado, que la tierra es sagrada, que el agua es sagrada, que la disposición de los astros en el cielo es sagrada… como es sagrado nuestro cuerpo y cada uno de nosotros. Y esto que conocían perfectamente las culturas antiguas, a
nosotros -seres humanos actuales y modernos- se nos ha olvidado. Se nos olvidó el respeto y la conciencia de comprender que con todos nuestra tecnología, armamentos y avances científicos; al día de hoy somos incapaces de llevarnos bien y trascender nuestras limitaciones. Somos los humanos del siglo XXI, que vivimos igual que los “bárbaros” de la antigüedad. Es tan corta la diferencia que separa a una persona honesta de una que no lo es, que en un instante podemos convertirnos en lo que repudiamos. En lugar de apreciar la oportunidad que tenemos de ordenarnos, establecer las prioridades y asumir desde la grandeza cada una de nuestras actividades; echamos «leña al fuego» y sumamos nuestras voces a los que apagan los incendios con nafta. Pero, ¿es tan difícil que nos demos cuenta de que hay una manera de salir de tanto «bajón»? ¿Entender que pasamos por una vida con el único fin de superarnos y ser mejores, y que sólo lo logramos poniéndonos en el lugar del otro, mirando desde sus ojos, dentro de su piel? ¿Es tan difícil comprender que, ricos o pobres, somos todos lo mismo: una vida sagrada que se expresa, y que se expresa como puede, o como la dejan? Que no hay divisiones: todos somos Yin de Yang, o Yang de Yin. Actores interactuando en el escenario de la vida, representando nuestro rol. Todos aprendiendo continuamente unos de los otros, tomando nota de lo que vemos, del resultado de nuestras acciones, o de lo que padecemos. Dicen que de esa manera se templa nuestra alma y se aprenden las valiosas lecciones que necesitamos para evolucionar… Hasta el momento en que comprendemos la inmensa fortuna que tenemos de llevar adelante una vida. Todos iguales, todos lo mismo. Y son éstos que estamos viviendo, los momentos de comprenderlo; para actuar desde nuestra propia, íntima, divinidad. Para empezar por respetarnos unos a otros: gobernantes a gobernados, ciudadanos a ciudadanos; respetarnos y actuar con la convicción de que un sistema político, un sistema judicial, están diseñados para servir a los más altos fines de la existencia. Y que a lo desacertado, lo que no nos sirve o está mal, se lo puede corregir y mejorar siempre dentro de la legalidad, la ética y la conducta moral.
Marta Susana Fleischer