Texturas y sonidos de los alimentos

Continuando con la línea de los artículos anteriores sobre los aromas y los colores de los alimentos, hoy nos abocaremos al sentido táctil, es decir, el sentido basado en las apreciaciones de las texturas y las variaciones de la temperatura, como así también, mencionaremos al sentido de la audición al momento de ingerir alimentos.

Los sentidos son evocadores de recuerdos, sumamente importantes a la hora de alimentarnos. Se relacionan con la calidad de los alimentos. Los sentidos brindan muchísima información al unísono, en el acto de comer, en la percepción de las sensaciones culinarias, en la apetencia y en el deleite gastronómico.

A través del tacto podemos percibir infinidad de texturas y temperaturas distintas, sobre todo en un plato que conjugue, por ejemplo, elementos fríos, templados y calientes al mismo tiempo. Al llevar los alimentos a la boca se siente inmediatamente su temperatura, por lo cual, el paladar humano es capaz de soportar un rango térmico muy estrecho, es decir, está preparado para digerir los alimentos con una determinada temperatura. El cuerpo humano tiene una temperatura de 36ºC, por lo que todos los tejidos están preparados para soportar esta temperatura y no sufrir daños. Cualquier contacto con líquidos o sólidos a una temperatura mayor, puede causar serios daños, sobre todo, en las partes blandas que conforman el sistema digestivo; puede llegar a dañar a la boca, tanto a la parte interna de las mejillas como a la lengua y las encías. El excesivo calor puede provocar que se produzcan llagas y que eso provoque un dolor muy intenso. La lengua suele ser uno de los lugares donde más se producen estas llagas por abrasión, aunque el paladar y el resto de las partes blandas de la boca sean también una parte muy delicada. Lo ideal es consumir los alimentos a una temperatura que oscile entre los 30 y los 45º C, una temperatura que puede considerarse normal y que, aunque en la parte más elevada de la horquilla pueda causar algún daño menor, la propia saliva puede controlar y evitar que se produzcan daños más severos, ya que las llagas pueden aparecer también en el esófago y en el estómago.

Se conoce que la temperatura afecta al sabor de los alimentos. Por ejemplo, el jamón parece más salado cuando se enfría y el queso cheddar se percibe más agrio cuando se calienta. Las razones son variadas y complejas: en algunas ocasiones deben su origen a cambios químicos y en otras, son causadas por receptores en la lengua. Algunos alimentos se alteran epigenéticamente cuando se calientan o enfrían. Por ejemplo, los genes que ayudan a expresar el perfil de sabor completo de un tomate se “apagan” cuando se exponen a temperaturas frías. Los mismos principios también se aplican a la sopa, cuyos sabores se pueden acentuar, disminuir u opacar debido a la temperatura a la que se toman. La exposición de la piel a un líquido a más de 65ºC puede causar quemaduras casi al instante, y la lengua no puede percibir los sabores correctamente. La temperatura también afecta a otros sabores, por ejemplo, la acidez es más intensa en un líquido cálido, y el amargo, es más intenso cuando es un líquido frío. Asimismo, el dulzor mejora con los alimentos fríos, lo que puede explicar por qué las golosinas congeladas como el helado pueden tener un sabor muy dulce cuando se derriten.

El sentido de la audición tiene su influencia a la hora de experimentar los sabores, ya que entra en juego en el caso de texturas. El sonido que produce un alimento al morderlo es tan determinante sobre las preferencias individuales como su olor, gusto o apariencia, incluso si no somos capaces de oírlo. La adaptación sincrónica de boca y oídos para capturar y analizar este tipo de información en un espacio de milisegundos es una capacidad innata. El ser humano es capaz de oír sonidos en el rango de frecuencias de 20 Hz a 16 kHz. Las frecuencias menores que el límite inferior, se detectan mediante el tacto. Las mayores que el superior, corresponden a ultrasonidos.

La percepción de la textura de los alimentos es resultado de procesos complejos en los que intervienen las papilas filiformes (táctiles) de la lengua, los dientes, la fuerza de las mandíbulas, la mucosa bucal, la saliva, el oído y algunas características del propio alimento ajenas a esta cualidad. El cerebro integra los diversos estímulos y proporciona una compleja percepción de conjunto.

Un claro ejemplo es el de las papas fritas que, si uno elimina la sensación del oído, parecen más suaves y “viejas” que frescas y crujientes. Algo similar ocurre con la bebida gaseosa: aunque cuando entra en contacto con la boca la efervescencia disminuye, si no se escucha ningún sonido al beberla, creemos que ha perdido la carbonatación y, por lo tanto, se asocia con un mal estado del producto. El ejemplo bien claro se aplica a lo crujiente/crocante, aunque como en ambos conceptos es imposible separar el sonido de la textura, el goce por su ingesta procede tanto del oído como del tacto en la boca. La diferencia fundamental entre el crujiente y el crocante depende sobre todo de la vía que cada sensación emplea para alcanzar la cóclea: vía aérea y oído externo, en el caso del crujiente, y vía ósea directa desde los dientes, para el crocante. Y quizás sea la simultaneidad de las sensaciones táctiles bucales lo que hace muy agradables al crujiente y al crocante, puesto que el tacto es, seguramente el sentido más afectivo para la especie humana.

Cabe señalar que “crujiente” se refiere a la mayoría de las veces son sonidos más graves, se capta con el oído externo. Las personas asocian lo crujiente con la frescura. Algunos ejemplos de comida crujiente son: apio, chips, hogaza de pan, lechuga mientras que “crocante”, los sonidos son más agudos, se puede sentir con los dientes y utilizando el oído interno. Se puede apreciar lo crocante, al masticar algún alimento, generalmente, tienden a ser comida gruesa y frita o deshidratada. Algunos ejemplos de comida crocante son: chicharrón de cerdo, barras de granola, almendra, maní, nuez.

En resumen, no cabe duda de que los alimentos cuando se ingieren, proporcionan placer auditivo y táctil y, además, se sabe que no se come por hambre y por necesidad biológica, únicamente, sino que comer, es un placer que proporciona una «saciedad hedónica» influyendo en la satisfacción final de la ingesta de alimentos.

Prof. Lic. Gabriela Buffagni
Lic. En Nutrición (MN3190 – UBA)*
Prof. Regular Titular Cátedra de ASA 
Facultad de Medicina (UBA)
/Nutrición Nuuff  |  @gabrielabuffagni
gabrielabuffagni@gmail.com

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