Alrededor de la mesa dominan tres gigantes: arroz blanco, trigo refinado y maíz industrializado. Son pilares del sistema alimentario global por su rendimiento y adaptabilidad. Pero su hegemonía tiene costos nutricionales y ecológicos.
Menor densidad de micronutrientes: el refinado elimina germen y cáscara, que concentran hierro, magnesio, zinc y vitaminas del complejo B.
Proteína incompleta: trigo y maíz son pobres en lisina, un aminoácido esencial que sí abunda en quinua y amaranto.
Menos compuestos bioactivos: antioxidantes y fitoquímicos se pierden con la domesticación intensiva.
Riesgo metabólico: dietas centradas en granos refinados aumentan los picos glucémicos y el riesgo de diabetes e inflamación.
Monocultivo y fragilidad agrícola: depender de pocos cultivos —trigo, maíz, soja— nos vuelve vulnerables a plagas, clima y precios.
Por eso, aunque los granos comunes nos nutren en volumen, los ancestrales ofrecen nutrición en profundidad.
Volver a ellos no es retroceder: es tender un puente entre el pasado y el futuro, entre la memoria y los platos que pueden seguir nutriendo nuestro cuerpo, nuestra cultura y la diversidad que habitamos.






