Ecos de semillas“Lo ancestral que resiste”

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Mucho antes de que la modernidad comercializara granos de alto rendimiento para alimentar a un mundo industrializado y hambriento, cada región contaba con cultivos maravillosos, ricos en nutrientes y significado.
Si miramos nuestra propia tierra, podríamos hablar de la nuevamente revalorizada quinua o del amaranto, alimentos con más beneficios que el sagrado aloe vera, diría alguno. Sin embargo, aún poco utilizados en estos lares, ya que su cultivo fue —curiosamente— olvidado.
Adentrémonos entonces en la maravilla de los granos ancestrales que nutrieron y, Dios quiera, seguirán nutriendo a las nuevas generaciones de habitantes de la Tierra… si la dejan.

Quinua: la joya andina que casi se extravía
Decenas de siglos atrás, los aimaras, quechuas y otras comunidades cultivaban quinua en los valles altiplánicos. Su uso era local, modesto, cotidiano.
Pero en los últimos 50 años la quinua, “descubierta” por los mercados globales, se transformó en una moda nutricional. Un estudio de 2022 la define como un cultivo de alta densidad nutricional, con proteínas, lípidos, fibra, minerales y vitaminas biodisponibles. Según las variedades y zonas de cultivo, sus contenidos pueden variar entre 10 % y 24 % de proteína, y 54 % a 75 % de carbohidratos.
¿Por qué se “olvidó”?
La transición agrícola global favoreció cultivos de alto rendimiento —maíz, trigo, arroz— y muchos granos locales perdieron espacio económico. Además, algunas variedades de quinua contenían saponinas, compuestos amargos que requieren lavado o procesamiento; algo poco práctico en contextos de baja tecnología.
Hoy, el interés regresó con fuerza. El Año Internacional de la Quinua (2013) impulsó políticas, despertó mercados y motivó la investigación agronómica. Perú y Bolivia siguen siendo los grandes productores, pero cada vez más países —Estados Unidos, China, Ecuador, España— experimentan cultivos comerciales para abastecer nuevos nichos.

Amaranto: ritual, resistencia y reencuentro
Si la quinua fue reina en los Andes, el amaranto lo fue en Mesoamérica. En el México prehispánico —donde se lo conocía como kiwicha o huautli— formaba parte de rituales, panes festivos y dietas cotidianas.
Con la conquista, su cultivo fue prohibido y degradado institucionalmente, hasta casi desaparecer del sistema alimentario oficial.
Hoy vuelve con fuerza. Numerosos estudios destacan su perfil proteico balanceado, su aporte de ácidos grasos esenciales, y la abundancia de micronutrientes. En condiciones adversas, el amaranto demuestra una notable tolerancia a la sequía y a suelos pobres, lo que lo convierte en aliado de la agricultura sostenible.
Aunque no se haya globalizado tanto como la quinua, en México, algunos países andinos y comunidades agrícolas de Centroamérica, el amaranto recupera su lugar en barras nutritivas, panes, omelettes y harinas artesanales, símbolo de un reencuentro con la tierra.

Arroz salvaje (wild rice): el grano que desafía la corriente
El tercer protagonista se encuentra lejos de los Andes. El arroz salvaje (género Zizania) no es un cereal común, sino la semilla de gramíneas acuáticas recolectadas por pueblos originarios de Norteamérica. En sus lenguas se lo conoce como manoomin.
Desde Canadá hasta Minnesota, la recolección tradicional —golpeando las espigas sobre canoas flotantes— perdura desde hace siglos.
Hoy, este grano se cultiva también de forma comercial para satisfacer una creciente demanda. En nutrición, ofrece una curiosa mezcla: bajo en grasa pero rico en proteína (casi el doble que el arroz blanco), con abundante fibra, minerales y antioxidantes.
Un artículo del Whole Grains Council resalta su actividad antioxidante, su potencial para reducir el colesterol LDL y su aporte de fitosteroles.
A diferencia de la quinua o el amaranto, su reaparición no ha sido tan mediática en América del Sur, pero en Norteamérica su consumo crece en los circuitos gourmet, saludables y dietéticos.

Preservar la memoria
La abuela aimara siempre cocinó quinua, pero sus hijos migraron a ciudades donde “todos comían arroz y fideos”, y dejaron atrás la quinua, vista como “alimento de pastor”.
En Mesoamérica, el amaranto se perdió cuando las escuelas repartían solo maíz y harina blanca.
Perdimos cultivos, sí… y también memorias.
Ese desplazamiento no fue inocuo. Perder un cultivo es perder biodiversidad, cultura, saberes agrícolas.
Recuperarlo es reconectar con nuestras raíces.

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