En algunos países, como la Argentina, en la última década comenzó a ampliarse muy rápidamente una nueva corriente de pensamiento ecológico desarrollando la conciencia y la nueva responsabilidad con el entorno. Este despertar ecológico, es un efecto secundario (aunque bienvenido) del crecimiento acelerado, de los distintos desórdenes en la salud física, mental y emocional, de las intolerancias, las alergias y los desórdenes metabólicos que la contaminación ambiental nos está generando. Comenzamos a prestar atención a la comida industrial o chatarra y a los productos químicos sintéticos que tan cómodamente inundan nuestras vidas en nuestra higiene personal y del hogar, en los productos cosméticos y en los fármacos que consumimos a diario.
Este cambio, por supuesto, no es producto de una única idea o de experiencias aisladas, sino de una sinergia de variables en todos los órdenes de la vida que, no de casualidad, se interconectan para dar a luz a un cambio cultural y generacional. El viejo paradigma de organización social y económica se tambalea. Resulta que, tras siglos de ignorancia conveniente, hemos comprendido que los recursos son finitos y el territorio también lo es. Esto nos ha obligado a entender que la energía que necesitamos para nuestra existencia —sí, para seguir existiendo— debe ser producida desde un concepto ético y moral que nos permita una sana convivencia con el medio ambiente y las generaciones futuras.
Esta interconexión dinámica y constante entre nosotros y el resto de las especies vivas es vital para comprender nuestro rol en la Tierra. Un rol que nos exige un nuevo contrato con la vida, la naturaleza y la evolución, para que no aceleremos nuestra propia extinción y la del entorno. Todo en esta civilización debe ser resignificado si queremos tener un futuro. Nuestros excelentes sistemas de producción y consumo, nuestra cómoda relación con la acumulación de bienes y esa visión tan sofisticada que tenemos sobre el dinero, la riqueza y el poder deben ser cuestionados, modificados y, de paso, puestos en tela de juicio. El dinero no puede comprar otro planeta Tierra.
Los errores y horrores de organización colectiva que hemos cometido en los últimos siglos, diseñados supuestamente para nuestro beneficio, trajeron más problemas que soluciones para nuestra supervivencia y la del resto de las especies. Creamos un caos globalizado que hoy nos acecha como una trampa mortal para la humanidad y el planeta. Prácticamente abrimos la caja de Pandora y dejamos escapar todos los males y miserias que hoy nos confrontan desde cada rincón de la civilización.
Cambiamos a la naturaleza por dinero y hoy pagás por el agua contaminada, por la energía fósil violenta, contaminante y rudimentaria, por la comida chatarra, por un pedazo de tierra o por un pedazo de cielo o un poco de aire puro. Hoy, muy pocos se detuvieron a cuestionar que la creación de riquezas se transformó, pasando de la generación de recursos por medio del trabajo honesto a la generación de cuantiosas fortunas casi instantáneas por medio de la especulación y la usura. Y, claro, dejando atrás un mundo devastado para pagar la fiesta de unos pocos piratas y saqueadores.
Pero hoy está naciendo una nueva visión que crece exponencialmente, poniendo en jaque el viejo paradigma de la acumulación instintiva salvaje y egoísta para dar paso a una visión colectiva solidaria y comunitaria de mayor integración y convivencia. Esto no es en todas las esferas de la sociedad, pero si es lo suficientemente fuerte como para empujar el cambio cultural y generacional. El sentido de pertenencia se extiende y se universaliza a todas las expresiones de la naturaleza. ¿Será que lo esencial solo es visible en la naturaleza?
Todos somos parte de un todo. Lo que afecta a una parte, afecta al todo. La contaminación, la deforestación y la desertificación dañan el ecosistema planetario del que somos parte, dejándonos en un estado de precariedad y pérdida de futuro. En este estado de situación, nos predisponemos a reflexionar sobre nuestra responsabilidad individual ante lo colectivo. Lo que, a su vez, nos predispone a generar cambios imprescindibles para nuestra supervivencia como especie. Es decir, nos vemos forzados a cambiar.
Los métodos de producción, tanto de energías como de productos de consumo, deben ser sustentables, reciclables y renovables. Esto debe alcanzar a todos los niveles de organización humana: el trabajo, la educación y la organización comunitaria deben ser repensados. Nuevos valores y principios deben ser enarbolados para generar un verdadero cambio, más allá de nuestras cómodas tradiciones, vicios y costumbres que también nos han enajenado.
A nosotros, los productores y consumidores, nos toca tomar conciencia de la responsabilidad de nuestros actos y decisiones. En cada acto cotidiano, somos responsables. Somos colaboradores del cambio o cómplices de la devastación. Cada elección cotidiana en la forma en que nos vestimos, nos alimentamos o nos aseamos es una elección que suma o resta al todo. En las nuevas generaciones se alzan las banderas de un mundo más justo, equilibrado, sustentable, solidario, ecológico y menos cruel e indiferente, en armonía con la Naturaleza y el Cosmos. Pero no basta que sean un pequeño grupo; todos debemos despertar de la «dormidera electrónica» que nos mantiene tan confortable e hipnóticamente adormecidos.
Abrazar la diversidad y reconocernos en las diferencias nos acerca a un objetivo común de convivencia y respeto por la vida toda en su máxima expresión. El intercambio sano de energía produce reciprocidad y empatía, no genera intereses ni especulación. Debemos elegir si vivimos la vida de un modo natural y ecosaludable o si los sufrimos como un artificio superficial y enajenante. Pensar lo que sentimos y sentir lo que pensamos suele ser un buen método de autoconocimiento, para saber de qué lado de la brecha nos encontramos.
Hacia un nuevo paradigma: Despertar y Convivir
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