“Siento un dolor muy intenso en mi pecho-dijo Vanesa- un malestar que a cada minuto se expande. No puedo respirar. Mi interior está quebrantándose. Tengo el cuerpo marcado con cicatrices que me arden. Ilusiones que parecen curarlas pero solo las silencian. Mucha bronca que no desahogo, que permanece dentro de una envoltura bien cerrada custodiada por dudas y ansiedades. Estoy atrapada. Tengo miedo de bucear en ese hoyo tan oscuro, por temor a perder el rumbo, a desintegrarme. Sin embargo, necesito hacerle frente al pánico. Preciso soltar toneles de rabia acumulada ante la impotencia frente a monstruos que atacan permanentemente. Quiero salir de este pantano que me va desintegrando. Necesito un apoyo. Algo que me devuelva la propia valoración y devele lo que se esconde entre tanta sumisión”
El cuerpo de Vanesa era pura violencia. Ella sentía que, cuando se miraba al espejo, tenía una actitud derrotista y, en ese instante, surgía el presentimiento de que las cosas nunca cambiarían. Antes de encontrarse con las marcas del dolor buceó en las matrices de su desvalorización, en las voces de su pasado que la subestimaban, que le quitaban la posibilidad de quererse. Toda una historia de manipulaciones ante alguna expresión de libertad. Cada elección que realizaba por iniciativa personal, se la privaba. La auto postergación permanente le había punzado su capacidad de sentir, le produjo como una erosión de su expresión convirtiéndola en un ser como dormido.
Toda posibilidad de desplegar su integridad para recibir al mundo la tenía franqueada, y era vulnerable a un contexto que amenazaba su plenitud.
Tuvo que liberarse de mucha voz guardada para visualizar la violencia de la desvalorización que le había golpeado el cuerpo, palparla a través de encontrarse con el enojo, la bronca. Se introdujo en las tensiones intentando ablandar las corazas musculares, y vivenciar el daño de la impotencia por no poder responder. Un sufrimiento a veces desgarrador.
Al conectarse con el movimiento expresivo y advertir de otra manera a la crueldad de ciertas palabras que erosionaban su capacidad de respuesta, los lotes de sus corazas se desplomaron. Profundizó en aquello que le había encapsulado: decir lo que sentía. Así, logró dejar espacio disponible para verse diferente.
Acudió a la memoria corporal para hacer presente el pasado y luego procurar desenmascarar por qué la trataban de esa manera. Fue allí que llegó el cambio, lo nuevo. En ese encuentro consiguió experimentar lo que es el cuidado, y el quererse. Ella era preciosa interior y exteriormente y su entorno tenía otra jerarquía de valores muy diferentes a los suyos.
Vanesa tuvo que realizar un substancial recorrido para identificar sus deseos genuinos, esos que necesitaba para disfrutar de su vida, para gozar más intensamente de cada momento.
Había nacido con un potencial propio, pero sus inclinaciones naturales y lo que se esperaba de ella estaban muy distanciados y, a partir de ciertas expresiones de su entorno, la fuerza de su singularidad se fue desmembrando. Cuanto más reprimida se encontraba más se alejaba de su ser, es decir, de su esencia y tendía a vivir ausente, tal vez desde una inercia que le anestesiaba las emociones, la alegría de vivir.
Cuando Vanesa pudo sentir placer en sus elecciones, cuando se despojó de aquello que la asediaba habitualmente y pesaba en su cuerpo, el mundo fue otro. Solo necesitó observarlo, sentirlo, la rítmica y la soltura del movimiento surgieron cuando se liberó lo que amenazaba.
El cuerpo habló a través de su presencia. Aprendió a entrañar sus códigos personales, lo cual implicó un trabajo de sutil y profunda labranza. Continuó advirtiendo los vuelcos del corazón mediante tantas huellas inscriptas en su cuerpo pero supo cómo actuar para cuidarse. A partir de este proceso la piel se animó de vibración al sentir reconocimiento, resplandeció cuando percibió el amor, se encendió cuando devino el calor de la excitación, los músculos se desbloquearon cuando notó la seguridad de la autoconfianza.
Vanesa, con tenacidad y toma de conciencia, pudo desentenderse de prejuicios familiares. Ya no sintió ese dolor tan intenso en su pecho, como si el mundo se le derrumbase encima. La vida de su cuerpo se tradujo en ojos que miraron con alivio y en un rostro cuyo resplandor brilló naturalmente.
Alejandra Brener
Terapeuta corporal bioenergetista