En su libro “La cocina del pensamiento”, Josep Muñoz Redón relaciona la dieta que seguían algunos de los grandes pensadores de la humanidad con sus ideas filosóficas y con algunos aspectos de su personalidad. “He intentado aunar la filosofía, la gastronomía y la psicología”, explicó Muñoz Redón, cuya obra -atendiendo a la manera de pensar de cada autor- divide a los pensadores en dulces, salados, ácidos y amargos. “Utilizo la cocina como metáfora de la gestación de las ideas”, comentó el autor. Cada capítulo está acompañado de una receta “que el filósofo comió o bien le hubiera complacido”, y de un enigma “que debe resolverse utilizando el sistema de pensamiento que se acaba de desarrollar”.
Los dulces: Pitágoras, René Descartes, el Marqués de Sade y Jean Jacques Rousseau.
La alimentación del marqués se relaciona con sus actividades libertinas, pues se centra “en reponer fuerzas” y facilitar la actividad amatoria. De ahí la importancia del afrodisíaco chocolate, una afición paterna que derivará en coprofagia (ingestión de excrementos), como símbolo de la ruptura con lo establecido.
Rousseau, por su parte, comía lechugas y lácteos, lo que favorece el adormilamiento y también las consiguientes ensoñaciones.
Los salados: Walter Benjamin desembarcó en Eivissa en 1932, y la isla le causó una honda impresión. La gastronomía local rompía radicalmente con las leyes alimentarias judías que él había conocido (por ejemplo, no comer cerdo). Fue allí adonde descubrió platos como “sopa con huesos de cerdo, col con huesos, fritura de hígado con costillas de cerdo, col rehogada, olla podrida, verduras con huevos”, entre otros.
Sobre todo, Benjamin se interesa por la sociabilidad del acto en sí porque “comer a solas vuelve fácilmente hosca y dura a la gente. Quien tenga por costumbre hacerlo, ha de vivir espartanamente para no degenerar”.
El empirista Francis Bacon -gran bebedor de sopa a causa de su estómago delicado- murió de una coherente pulmonía después de haber pasado demasiado tiempo a la intemperie persiguiendo una gallina y, luego de matarla, rellenándola de nieve para comprobar in situ las virtudes de congelar la carne.
Los ácidos: Immanuel Kant, Martin Heidegger, Platón y Dionisio ocupan este apartado.
El autor de “El banquete” relegó la cocina al campo de las “pseudoartes”, junto con la gimnasia, la cosmética y la retórica, ya que el cocinero “busca el placer y no la verdad”. Su dieta anodina, a base de trigo y cebada, no ocupó gran espacio en su obra. Heidegger gustaba de comer en las cabañas de cazadores.
Los amargos: “Los cocineros son seres divinos”, dejó escrito Voltaire, cortesano ilustrado que frecuentaba banquetes donde se servían trufas, ámbar, vainilla, recetas con testículos de toro, champán, frutos exóticos… y excitó sus neuronas con el café, “bebida de moda de la Europa ilustrada”.
El ascético Soren Kierkegaard, muy contrariamente, ayunaba, pero recomendaba disimularlo con profusiones de alegría.