La vida es movimiento. En ciertos períodos de nuestra existencia, suceden giros, revelaciones, impactos que alteran la paz tan esmeradamente lograda. Reaparece, imprevistamente, la figura de esa persona alterada que alguna vez hemos sido. De nuevo nos toca lidiar con dos estados internos que conviven entre tironeos: uno generado por un alarmante grado de prontitud y otro que pide, a gritos, detenernos para poder disfrutar de cada momento. Vuelve la aceleración. Advertimos como una especie de impaciencia que genera anillos de tensión a nuestro alrededor. El tiempo adquiere mucha velocidad, y un intolerable desorden toma posesión de los sentidos. Nuestro cuerpo alcanza una especie de excitación que nos despierta mucha ansiedad. La vista divaga en una nebulosa remota, la respiración no fluye, es superficial. Todo este remolino interno nos estorba. Impacta nuestros vínculos. Vivimos dominados por la intolerancia, perdemos la paciencia con rapidez. Sin embargo, detrás de esas olas de gran energía y tamaño, hay un pedido de ayuda. Cuando lo reparamos tomamos conciencia de nuestros descuidos y manan realidades agazapadas. Antes de semejante movimiento existían prioridades que invisibilizaban la voz del cuerpo. Y nos seguía dando señal, un dolor de estómago, un enojo solapado por una sonrisa enmascarada. Ese era un modo de desatender las verdaderas prioridades. Tal vez calmábamos la molestia por un ratito, pero no comprendíamos su raíz. Y, ciertos contextos nos continuaban presionando, y nuestro modo de actuar era cada vez menos espontáneo, entonces los impulsos nerviosos comenzaron a dominar el cuerpo. La sensación más incómoda era que poco a poco nos convertíamos en unas desconocidas para sí mismas. Hasta que algo nos alertó a mirarnos más. Las revelaciones fueron esclarecedoras y el puntapié de una serie de descubrimientos. El primero fue la necesidad de observarnos, oír, percibirnos para darnos cuenta de aquello que no visuálizabamos con claridad. Al comenzar a funcionar como observadoras de nuestro ser y no actuar de manera mecánica fuimos dejando espacio para sentir nuestros cuerpos. En ese lapso surgió cansancio, nuevos modos de actuar, códigos de comunicación diferente y también pérdida de vínculos sociales. A pesar de ello, algo nos llevó a sostener con actitud paciente la expectativa de cambio, y así nos permitimos atravesar un proceso de desintoxicación. Simultáneamente, llegó la etapa de dejar ceder ciertas ataduras que nos estancaban. Y ahí, en ese punto, el sosiego de la calma. Aparecieron nuevas fuerzas que permitieron atravesar este proceso. Al animarse a ver la cara emocional del propio cuerpo ya no se nos manifestó como ajeno. Fue un paso importante que condujo a actuar sin esfuerzo, a dejar salir lo auténtico, a confiar en la espontaneidad, a reparar y a descubrir algo muy intenso debelador: cuanto nos solemos autoengañar.
Alejandra Brener
Terapeuta corporal bioenergetista
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