Empecé a sentirme como un espíritu libre cuando me desligué de las presunciones y expectativas con que había crecido. Podía reconstruirme de cero a cada minuto. Estaba sola, y eso me entusiasmaba. Dejaba capturar mi imagen, constantemente redefinida desde miles de perspectivas. Algunos me captaban con miradas suaves y trémulas, otros
con enérgicos gestos irónicos. Por momentos me sentía como un collage y por
otros como una línea ondulante. Hermosa, fea, mala, buena. Algunas respuestas
me gustaban, otras no. Me apropiaba de todas ellas y a la vez de ninguna. Antes de esta magia, había un torrente de juicios que me generaban caos. Por
momentos se anunciaba mi propia forma de definirme y por otros se escondía
para resguardarme de los costos que ello implicaba. Tuve que adentrarme en
las profundidades de lo corporal para transitar los cercos de esas valoraciones
y meterme en todo el dolor que me provocaba la sumisión.
Animarme a revelar eso que quería ser pudo hacer deslizar algunas capas de tanta coraza. Y lo dije. Pero no vino el alivio rápido porque debía acomodarme a lo nuevo. Las señales de cierto ablandamiento activaron la angustia. Oscuridad y claridad en convivencia. La vitalidad estaba allí y, en un momento, saltó a la superficie. Sucedió de manera espontánea. Luego tuve que atravesar un camino sinuoso, que no puedo explicar solo con
palabras. Porque navegar por escenas del pasado hizo resonar dolores añejos.
Solo seguí confiando en mi cuerpo hasta que la capa defensiva teñida de desconfianza hacia mi propia manera de ser, pudo concientizarse. Alcancé ablandar otras durezas donde se encontraban miedos convertidos en tensiones musculares crónicas hasta que llegué a la capa emocional. Emergió la ira, el pánico, la desesperación, la tristeza, el dolor para darle
espacio a la palabra. De nuevo lo dije e hice que muchos me escucharan, lo volví a repetir hasta que sucedió lo mejor: pude escucharme.
Antes de eso no lograba conectarme con lo que me hacía bien, solo respondía a dictámenes de otros. Estaba encarcelada en celdas que yo sola me creaba. Cuando me auto descubrí la vida se dirigió hacia otro lado, hacia la búsqueda del placer. Al atravesar por tanto dolor ya no le tenía miedo. Ya no era una amenaza para mi integridad. Comprendí que me producía dolor la presión de los otros que intentaban manipularme. Mis ojos no tenían brillo porque había un bloqueo de mis emociones. La rigidez y falta de espontaneidad denotaba que era infeliz. Hoy puedo decir que la frustración y la insatisfacción me generaban ansiedad y, en algunos momentos, depresión. Ya no me siento enajenada, aislada de mí misma. Pude
desapegarme de esas imágenes que me desvalorizaban con juicios sentenciosos. Esto me regaló un mar de oleadas frescas de fuerzas superiores a todas esas pequeñas
imágenes que construía de mí misma mirando a esos otros. Desde entonces tuve la posibilidad de ser libre para ser yo misma.
Alejandra Brener
Terapeuta corporal bioenergetista Coordinadora de “Espacio a tierra”
espacioatierra@gmail.com