Absorbidos por la tecnología, disfrutamos y sufrimos esa dependencia de estar 24 horas enchufados. Qué miedo da vernos desde afuera, incapaces de mirar por la ventana. Pasajeros de autos, subtes y colectivos, todos miran hacia abajo. Apagar el dispositivo es casi imposible en el teatro, y claro! en la cena a quién le importa que le caiga un poco de salsa a la pantalla, se limpia y a otra cosa. Parece que en el miedo a perdernos de algo nos perdemos de todo.
Ya no importa ver a mi cantante favorito cara cara, sino que los demás vean que disfruté de ir a ver al cantante. Sacar una foto a mi desayuno perfecto, esa mañana perfecta, me quitó minutos valiosos y hasta me enfrió el café. ¿Por qué importa tanto lo que los demás piensen de nosotros? Acaso el disfrute no debería ser privado y atesorado directamente en el alma a través de nuestros propios sentidos, y no desde la ajenidad de una pantalla? Finalmente las máquinas nos dominaron, se cumplió la profecía de Issac Asimov, de Ray Bradbury… no me hago la intelectual, son autores que leímos durante el secundario y que en cambio hoy nuestros adolescentes desconocen, porque leer se ha vuelto complicado -decimos- mientras nos miran haciendo un gesto de Tik Tok, que nos esforzamos por entender para no quedar fuera de código.
La globalidad sin embargo es maravillosa, el mundo en nuestras manos es un tesoro, la información completa a un click es más de lo que podíamos soñar. Pero qué hacemos con todo lo que perdemos? Es la manzana del conocimiento pero al revés?
Quizás tomarse unos minutos para mirar lejos, respirar, conectar con otro, vaya siendo más indispensable que nunca. No perder la conciencia del presente, de dónde estamos parados, y sobre todo, de lo que vamos a necesitar mañana: un poco de aire fresco, una fruta, agua limpia… es lo que no debemos olvidar.
Cecilia Andrada – Directora