Una vez se enfermó un rey muy poderoso. Habría librado grandes batallas en su vida. Con sus victorias había logrado conquistar imperios y tierras nuevas. Se había vuelto poderoso y rico. Pero se enfermó de gravedad. Por más que le aplicaron todos los remedios que la ciencia conocía, la salud no volvía a su cuerpo. Evidentemente estaba enfermo del alma.
Mucho se buscó y se consultó para encontrar una solución. Pero nadie daba con ella. Porque todos querían curar el cuerpo. Solamente un viejo sabio se dio cuenta de lo que pasaba y ordenó buscar un remedio muy extraño: la camisa sudada de un hombre feliz.
Imagínense la extrañeza de semejante diagnóstico. La cuestión fue que, debido a la gravedad del caso, se aceptó probar también esta receta. Y se salió por todo el reino en busca de hombres felices a quienes se le pudiera pedir prestada su camiseta transpirada.
Fueron a ver a los generales del ejército victorioso. Pero lamentablemente no eran felices. Se recurrió a los eclesiásticos pero éstos no habían transpirado sus camisas. Lo mismo pasaba con los banqueros, los terratenientes, los filósofos y cuantos personajes linajudos o célebres había en todo el territorio. Se recorrieron ciudades y poblados por orden de importancia, y en ninguna parte se logró encontrar esta rara coincidencia de hombres felices con su camisa sudada.
Luego de una larga e infructuosa búsqueda, los emisarios regresaron al palacio tristes y confundidos. Cuando quiso la casualidad que, al pasar frente al taller de un herrero, escucharon que desde adentro una voz cantaba llena de alegría: “Yo soy un hombre feliz, hoy me he ganado mi pan, con sudor y con trabajo, con cariño y con afán”.
Los buscadores del extraño remedio exultaron de alegría, agradeciendo a su buena suerte el haber finalmente logrado tener éxito. Entraron precipitadamente al pobre tallercito de aquel herrero dispuestos a arrebatarle su transpirada camisa.
Pero resulta que el hombre feliz era tan pobre que no tenía camisa.
Cuando se lo contaron al rey, éste se dio cuenta de cuál era su mal, y ordenó que se distribuyeran sus enormes riquezas entre todos los pobres de su reino para que todos tuvieran al menos una camisa.
Dicen que desde entonces se sintió mucho mejor.
Mamerto Menapace
Cuento extraído del libro “Entre el brocal y la fragua” <