Desde pequeña, siempre me gustó observar el modo en que la gente camina. Sentada en la puerta del edificio donde vivía observaba a las mujeres rechinando sus tacones, con estridencia, con pasión, con algo que hacía estallar su particular sensualidad. Circulaban como si nada les importase, como llevándose el mundo por delante. No les quitaba los ojos de encima. Las miraba, envidiando sus contoneos, sus tiesuras o rigideces. Todas las figuras que recorrían mi calle, eran diferentes. Rostros con sonrisas que iluminaban mi cuerpo, miradas sombrías que lo oscurecían, hálitos densos que condensaban enojos o energías refulgentes que me daban ganas de respirarlas profundo. Todas avanzaban con un ritmo completamente singular. Cuando volvía el silencio, cerraba los ojos y me esforzaba para que esas imágenes no se extinguiesen, que se quedaran por más tiempo. Luego las figuras se escapaban de sus formas y se transformaban. El silencio se hacía más largo y, automáticamente, me llevaba a algún lado de mi misma. En ese instante, mi mente no paraba de dibujar escenarios. Inmediatamente tomaba la decisión de despejar escenas y elegía solo una. La recorría despacio. Ese cuadro era como toda una vida. Respiraba hondo para retenerlo un poco más y cuidaba que no se perdiera ningún detalle. Conquistada por la seguridad que me proporcionaba el soñar, disponía el escenario y me entregaba a las ilusiones. Así recreaba mis cuentos. Construía imágenes de todo lo que deseaba y odiaba, les daba voz e iba corriendo a mi habitación para materializarlas en un cuaderno. Esos cuadros de situación se poblaban de personajes, seres que me habitaron para enseguida instalarse plácida o penosamente en las hojas. Escuchaba voces que dialogaban. Hacía y deshacía discusiones. Así, uno a uno, los protagonistas de la historia iban apareciendo. Solo dejaba fluir los guiones sin repasar lo que iba emergiendo y, a continuación, los guardaba en un cajón.
Cuando volví a leer esos escritos me asombré, porque encontré recreados personajes de mi vida, porque tomé conciencia de viejos enojos liberándose con la brutalidad de un monstruo agitado. Al penetrar en esos pasajes comprendí que mi inconsciente andaba escondido entre los ranuras de esas frases. Amé la posibilidad de escribir y me propuse continuar rescatándome para reblandecer otras astillas clavadas profundas hasta ablandarlas y dejar fluir más escenas temidas.
De adulta volví al edificio donde vivía, pero aquella vez no me senté en la puerta para mirar a las mujeres pasar sino elegí caminar por la vereda rechinando mis propios tacones, con estridencia, con pasión, con algo que hacía estallar una particular sensación de liberación. Y me dio ganas de abrir los brazos para envolver la energía de ese lugar que despertó al ángel de la escritura. Ese que hoy me dicta las palabras para que entren a galopar por las hojas, que a veces anda tan entusiasmado y no puede detenerse porque las escenas salen y salen. De esta manera mi cuerpo crea historias que llegan a otras personas, estimulan recuerdos, voces, colores que al ser expresadas por quienes las reciben deja fluir otras cadenas de imágenes y así siguen su curso dentro de más y más cuerpos.
Alejandra Brener
Terapeuta corporal bioenergetista
espacioatierra@gmail.com
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