Desde muy pequeña he vivido con el deseo de tener el cuerpo delgadísimo, la columna erguida y la necesidad imperiosa de llevar la elegancia como un don. Sentada frente al televisor observaba a las mujeres de las publicidades que caminaban rechinando sus tacones, con estridencia, con pasión, con algo que hacía estallar una sugestiva sensualidad. No les quitaba los ojos de encima. Las miraba, envidiando su cutis blanco como una porcelana, sus brazos delicados y caderas perfectas. Sin embargo cuando giraba mi cabeza y el efecto de mi silueta sobre el espejo hacía sentir el peso de la carencia. A pesar de esa desilusión, empujaba las plantas de los pies sobre el suelo y, no del todo convencida, expresaba rápidamente: “me acepto”. Durante mi infancia y principios de la adolescencia esa sensación se reproducía en unas cuantas circunstancia ante lo que suponía que era la belleza y me resignaba a pensar que nunca sería como ellas.
Aceptación y resignación son dos actitudes muy diferentes que contribuyen u obstaculizan la manifestación de la propia belleza corporal. El poder de la aceptación actúa cuando llega la autoconfianza. La ecuación que necesitamos para utilizar el poder de la aceptación es ser flexible, enfocarnos en nuestro gusto personal aunque sea distinto a la masa, darles sentido a las singulares elecciones y habitar el propio cuerpo. Siendo flexibles ante lo “impuesto”, evitamos obcecarnos con formas y modos de ser que nada tienen que ver con nosotros o nosotras. En cambio los mecanismos de resignación surgen cuando no confiamos en aquellas iniciativas personales que nos diferencian de los y las demás. En este caso, somos pasivas, permeables y nos ubicamos en una actitud de rendición: quedamos capturados, capturadas, compadeciéndonos, ante lo que no podemos expresar por temor a no ser admitidos por los demás. Así, nos esclavizamos ante la situación, dejamos de buscar alternativas y nos postramos ante un bloqueo de nuestra individualidad.
Poner en marcha la aceptación significa respetar profundamente nuestro modo de ser y estar y es allí donde emerge la propia belleza. El camino de la aceptación nos ofrece libertad, en cambio la resignación genera dependencia porque nos confundimos en las aguas de los otros u otras. Recuerdo cuando me sentaba en un bar junto a mi madre y mirábamos los cuerpos de las mujeres brasileras, ecuatorianas, venezolanas que allí se juntaban. Ellas eran unas gordas divinas, de enormes colas y mejillas floridas, llevaban cortas polleras y remeras ajustadísimas. Eran tan seductoras. Percibía como una armonía singular entre ellas. Mujeres maravillosas que gozaban de la vida a cada instante. Gozaban de sus cuerpos y los mostraban con orgullo.
“No tenemos cuerpo, sino que somos nuestro cuerpo”, afirma Alexander Lowen en su libro Bioenergética. Vivir en un cuerpo, en términos de posesión, nos lleva a generar un culto solo a lo orgánico, lo finito, mientras que la búsqueda de serlo se afirma en el acto de existir, de habitarlo, de hacer contacto con la realidad de nuestro ser para que esa belleza emerja desde dentro hacia afuera y que permanezca sin necesidad de maquillaje o cirugías a través del tiempo.
Alejandra Brener
Lic. Ciencias de la Educación
Terapeuta corporal bioenergetista
@Espacio a tierra
alejandrabrener@gmail.com