La vida es movimiento. En ciertos períodos de nuestra existencia, suceden giros, develamientos, impactos que alteran la paz tan esmeradamente lograda. Reaparece, imprevistamente, la figura de esa persona alterada que alguna vez hemos sido. De nuevo nos toca lidiar con dos estados internos que conviven entre tironeos: uno generado por un alarmante grado de prontitud y otro que pide, a gritos, detenernos para poder disfrutar de cada momento. Vuelve la aceleración. Advertimos como una especie de impaciencia que genera anillos de tensión a nuestro alrededor. El tiempo adquiere mucha velocidad, y un intolerable desorden toma posesión de los sentidos. Nuestro cuerpo alcanza una especie de excitación que nos hace hablar por hablar, dejando las frases por la mitad para saltar de un tema a otro, hacer por hacer, como dándonos cuerda a cada instante para que la energía no se agote. Es un estado que surge de manera impulsiva y se precipita sin darnos tiempo a nada. La vista divaga en una nebulosa remota, la respiración no fluye, es superficial. Todo este remolino interno nos estorba. Impacta nuestros vínculos. Vivimos dominados por la intolerancia, perdemos la paciencia con rapidez.
Sin embargo, detrás de esas olas de gran energía y tamaño, hay un pedido de ayuda. Cuando lo reparamos tomamos conciencia de nuestros descuidos y manan realidades agazapadas. Antes de semejante movimiento existían prioridades que invisibilizaban la voz del cuerpo. Solo cuánto éste gritó fuerte necesitamos detenernos; surgieron escenarios significativos, por ejemplo la percepción de rostros que expresaban su incomodidad ante nosotros. Cuerpos que se molestaban porque nuestra aceleración alteraba su ritmo y porque al avanzar más cerca de ellos creábamos aureolas de nerviosismo en el ambiente. Estas imágenes nos mostraron que andábamos encarnando el perfil de un personaje que no éramos nosotros. Que ciertos contextos nos transbordaban a un modo de actuar poco espontáneo, a un ser cuyos impulsos dominaban el cuerpo y que, por eso, se convertía en un desconocido para sí mismo. Las revelaciones fueron esclarecedoras y el puntapié de una serie de descubrimientos. El primero fue la necesidad de observarnos, oír, percibirnos energéticamente para darnos cuenta que andábamos circulando por la vida con cargas energéticas que contenían cierta cuota de negatividad y, además, que carecían de discernimiento para poder distinguirse del otro. Al comenzar a funcionar como observadores de nuestro ser y no actuar de manera mecánica fuimos dejando espacio para sentir nuestros cuerpos. Ahí vino el segundo paso, descubrir la carga de tensión que habíamos acumulado al encarar el perfil de un personaje. Pudimos notar que llevábamos un paquete pesado envuelto de temores que nos habían obligado a funcionar a la defensiva. Así, le dimos lugar al cambio y probamos detener las conductas reactivas. En ese lapso surgió un cansancio profundo. A pesar de ello, algo nos llevó a sostener con actitud paciente la expectativa de cambio, y así nos permitimos atravesar por un proceso de desintoxicación. Luego o simultáneamente, llegó la etapa del desanude, de dejar ceder las ataduras que nos estacaban. En ese punto, el de la calma, aparecieron nuevas fuerzas, y ese peso, instalado en algún lugar del cuerpo, se fue soltando. Nos dimos tiempo para vivenciar los núcleos de las tensiones, esos agujeros oscuros donde se situaban creencias que nos hacían reaccionar. Fue toda una labor concentrarse en las sensaciones más que en las creencias. Sin embargo, al traspasarlo, ya no nos sentimos como en medio de un laberinto de pensamientos, porque encontramos herramientas para separarnos de incuestionables imposiciones. Fueron diversas, algunas de ellas teñidas de ordenes como por ejemplo “responder al instante”, de creerse que una o uno lo tenía todo controlado, de buscar expresar ideas “sabias”. Al soltar el “control” dejamos lugar para sentir nuestra humanidad, es decir advertir que podíamos equivocarnos, o tener miedo, o llorar. Nuestra cara emocional nos mostró que el propio cuerpo ya no se nos manifiesta como ajeno. Fue un paso importante que nos condujo a actuar sin esfuerzo, a dejar salir lo auténtico, a confiar en nuestra espontaneidad.
Alejandra Brener
Terapeuta corporal bioenergetista
espacioatierra@gmail.com
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