Todos los seres humanos nacemos amorosos. Llegamos al mundo necesitados de amor pero también siendo capaces de amar, sólo si nuestras necesidades básicas han sido satisfechas. Todos los niños -si somos amparados, cuidados, atendidos, acariciados y protegidos- nos sentiremos seguros. Esa seguridad nos permite luego desplegar nuestro amor.
Ahora bien, si no somos protegidos ni cuidados, aumentaremos las alertas (ya que los depredadores pueden lastimarnos) y por otro lado reaccionaremos contra cualquier movimiento o situación que pueda desestabilizarnos. Es lógico, ya que desde nuestra vivencia –siendo niños pequeños- el entorno es hostil, peligroso y amenazante. No nacimos preparados para la desprotección ni para el desierto emocional, de hecho esas experiencias las vivimos con enorme desilusión. Al contrario, hemos nacido dependientes de los cuidados maternos. Pero si quienes debían nutrirnos y protegernos nos han abandonado a nuestra suerte dando prioridad a sus propias necesidades, comprenderemos que en este mundo se salva el más grande y el más fuerte.
A medida que crecemos -si las condiciones de amparo y protección no mejoran- en lugar de entrenarnos en el amor, vamos afinando estrategias parecidas a las utilizadas por los mayores que debían amarnos, para asegurarnos la supervivencia. De los adultos hemos aprendido que en la medida que lastimamos a alguien más débil, tendremos más chances para sobrevivir.
Eso se llama crueldad.
Primero la necesidad y luego la costumbre de aprovechar la debilidad del otro para fortalecernos y procurar nuestro propio resguardo, intentando garantizarnos el control para que nunca más puedan hacernos daño. Es tal el miedo y la desconfianza que estamos preparados para humillar, desactivar la estima y desmerecer al otro, sobre todo si somos más grandes.
La crueldad la usamos siendo niños, siendo adolescentes, luego jóvenes y luego adultos maduros. Es un tema de supervivencia emocional.
¿De quienes estamos hablando?
De cada uno de nosotros. ¿Pero acaso no es exagerado? Escuchemos qué es lo que dicen quienes son niños hoy, y cómo se sienten tratados por nosotros: madres y padres.
Por Laura Gutman