Qué preferimos: ¿tener la razón o ser felices?

Hace algún tiempo, mi compadre David Aponte escribió un curioso aforismo: «A lo que más temo es a tener la razón». A mi parecer, su frase entraña grandes verdades; aventuro algunas interpretaciones en las líneas que siguen.

En aritmética, una de las definiciones que se le da a «razón» es al «cociente de dos cantidades». Si divido 8 entre 4, la «razón» será obviamente 2. La «razón» es entonces el producto de una división.

Así las cosas, concuerdo con mi hermano del Alma: temo a esa «razón» gestada al calor de las divisiones; cada vez parece menos sensato ver a agrios bandos disputarse el poder en la ciudad, en el país, en el planeta: cada uno razona que sus razones son las más razonables; pero ese afán por prevalecer sobre el prójimo, por transformar al semejante en enemigo, por establecer un neurótico sentido de superioridad sobre los demás, no es monopolio de políticos: en condominios, familias y parejas reproducimos ese amargo cuadro de separaciones; ¿quién tiene la razón?: ¿el esposo, la esposa?, ¿los padres, los hijos?, ¿el presidente de la junta de co-propietarios o el tesorero?, ¿el primer ministro, la oposición?, ¿el país invasor o el invadido?, ¿Juventus o Real Madrid?

Sea que hablemos de geopolítica, farándula o espiritualidad, cuando la «razón» se convierte en sinónimo de división es altamente peligrosa: deriva en fatiga del Alma, cáncer emocional, tristeza, miedo, desamor, guerra.

Querer tener la razón cuando no hemos entrado en razón

«Tener la razón» es una de nuestras adicciones favoritas. Frecuentemente, queremos «estar en lo cierto» en oposición a un prójimo que «está equivocado». Con tal actitud, originamos toda suerte de conflagraciones, desde ácidas disputas domésticas hasta cruentas guerras mundiales. No importa el tamaño del conflicto: lo básico es que querer «tener la razón» a cualquier precio causa división, discordia, infelicidad y -a menudo- sinrazón.

Hay una fuerte carga neurótica cada vez que decimos la frase «tengo la razón» en medio de una disputa: en primer lugar, «tener la razón» se percibe como un trofeo que nos hace sentir superiores a nuestro interlocutor; luego, a fin de alcanzar ese lauro, somos capaces de ingeniar los más retorcidos argumentos; esos argumentos no suelen rebosar de Verdad (de hecho, muchas veces no son más que mentiras o medias-verdades maquilladas), pero los usamos sin remordimiento con tal de dar la impresión de que «estamos en lo cierto»; cuando establecemos que el otro está equivocado, la cosecha siempre es amarga: alguien se descubre derrotado, «inferior» a su prójimo.

Sentirse superior o inferior a sus semejantes es una característica propia del ego, (la porción no iluminada de nuestra mente que se cree separada de ese Uno al que llamamos Dios. El ego necesita siempre sentirse «especial») es decir, mayor o menor a sus compañeros de Vida, por encima o por debajo del resto de los seres que habitan el Universo. Cuando la porción iluminada de nuestra mente comienza a percibir la Unidad básica del Todo, ese Padre-Madre absolutamente amoroso en el que nos sosegamos e igualamos, el ego ve peligrar su existencia, porque él mismo es el producto de una división.

Qué preferimos: ¿tener la razón o ser felices?

Una de las preguntas más interesantes que jamás haya leído es la que aparece en «Un Curso de Milagros»: Qué prefieres: ¿tener la razón o ser feliz?

Hermano lector o lectora, con sinceridad: ¿qué preferimos?

¿Nos gusta el rol de profeta del desastre para después regodearnos en nuestros macabros aciertos?

¿Nos place anunciarle a nuestro hermano o hermana una inminente calamidad y después decirle: «¡te lo dije, te lo dije!»?

¿Hacemos de cada conversación con la pareja un torneo verbal en el que nos dedicamos a desbaratar sus argumentos?

¿Nos sentimos derrotados si no imponemos nuestras ideas a compañeros de trabajo o amigos?

¿Defendemos a capa y espada nuestros puntos de vista sobre política, religión, nacionalidad o deportes cuando interactuamos con otras personas?

¿Nos cuesta llegar a consenso con nuestros semejantes?

¿Nos sentimos perdedores si nos demuestran: «no estás en lo cierto»?

Si la respuesta a cada pregunta es sí, probablemente hemos tenido en nuestra Vida más momentos de «tener la razón» que de genuina felicidad.

No se trata de darle la razón al otro de manera automática, de bajar la cabeza ante la más mínima discrepancia, de ceder aquellas cosas que nos tocan por legítimo derecho: esa sería una neurosis tan devastadora como la anterior.

Se trata de concienciar que el afán de demostrar nuestra supuesta superioridad sobre los demás nos conduce de lleno al sistema de pensamiento del miedo y la separación; nos exilia del reino del Amor; nos aleja de la tan anhelada felicidad; nos hace preferir la guerra al Reino de los Cielos; nos hace sentir mayores o menores al indivisible Uno.

Por ello escribió alguna vez el sabio judío Don Sem Tob: «Feliz el hombre que no se preocupa de valer más de lo que vale».

Desde el Amor, hacemos valer nuestros derechos sin vulnerar los del otro; iluminamos con nuestros puntos de vista al prójimo y nos dejamos iluminar por los suyos; enseñamos la Paz y -al mismo tiempo- aprendemos lo que es; sabemos que podemos «estar en lo cierto» y que el otro puede estar en desacuerdo con nosotros… ¡porque cada quien tiene derecho a develar su Verdad en el momento que le parezca adecuado! Nuestros argumentos sirven para extender la realidad del Amor y no para dividirnos en contendores y contendientes.

En pocas palabras: preferimos ser felices a tener la razón… ¡aunque «estemos en lo cierto»!

Porque como dice mi entrañable amigo: «a lo que más temo es a tener la razón».     

Carmelo Urso

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